jueves, 15 de diciembre de 2011

Lost in translation

Algún oído diletante y desacostumbrado al deslizamiento impreciso de la locución extranjera, es decir, un oído cualquiera que, para ser justo a costa de desviarme momentáneamente, fracasa principalmente con la lengua que debería serle familiar (fin del desvío), incurrió en un lapsus en apariencia insignificante que desencadenó una operación de contrabando: al confeccionar los subtitulos para Road to Nowhere, la última producción de Monte Hellman que recomiendo obsesivamente (por supuesto, dando siempre cuenta de lo dudoso y poco confiable que es "mi gusto" -expresión horrible e igual de sospechosa que mi gusto-), este oído anónimo reemplazó las primeras líneas originales de la película por una asociación personal que inicialmente no advertí. El sustituto, apenas un rejunte de palabras, encajaba orgánicamente en el avance tímido e indeciso que comenzaba a modularse y resolvía algunos puntos de opacidad molestos de la primera voz, la cual se pronunciaba sin una figura corporal inmediatamente asociable. La inseguridad auditiva era entonces salvada gracias a una transcripción visual que facilitaba la obtención de las primeras claves interpretativas. De esa forma, ya estaba en posesión de las sugerencias textuales requeridas para desentrañar algunas porciones relevantes de lo que restaba de la película (su totalidad). El desequilibrio fue velozmente  conjurado, la comprensión se acomodó y la trama prosiguió luciendo sus exabruptos narrativos internos.
Tratando de resistir el divague paso a mencionar el intercambio concreto que ignoré, el trueque ejecutado con disimulo que creó la falsa equivalencia que condicionó el significado de lo que presenciaba con dificultad. La primera vez que vi la película apareció lo siguiente: "Siempre estoy en mi ventana. Fin de la historia." En cambio, lo que correspondía era: "Velma fue siempre mi ventana hacia la historia." Esto no es una recensión ni un comentario sobre la obra. Sin embargo, tengo que mencionar que en sí misma la película es, al menos, dos películas. No estoy seguro. Puede que hasta sean tres películas imbricadas y difusas. A lo que apunto con esta aclaración es a que, al haber visto dos veces, lo digo por convención, la misma película con subtítulos alternativos que solo introducían una variación en esas líneas inaugurales, terminé viendo al menos cuatro o seis producciones distintas. ¿El resultado? Una multiplicación exagerada que hizo colisionar al sentido. Este último se contagió sin interrupción entre los diferentes niveles narrativos e invadió con su propia arquitectura a Road to Nowhere. La película ya no importaba. Era en todo caso una excusa, un medio para alcanzar una conclusión que no se había propuesto. Unas pocas palabras mal escogidas bastaron para sabotear el circuito de expectativas que el director había previsto. Fue un error involuntario el que promovió una dislocación simbólica irreparable: la semántica caprichosa que decide y sostiene nuestros compromisos cotidianos fue todo con lo que me quedé.

Ah, no siempre, pero usualmente estoy en mi ventana. Fin de la historia, de todas mis historias.

1 comentario:

  1. Hace muchos años, encadené la lectura de varios libros de Heinrich Böll. El primero de todos había sido Opiniones de un payaso, recuerdo. Frecuentaba mucho las librerías de viejo de la ciudad y perdía la mirada en las ediciones más baratas, las que podía comprarme, esas que se vendían por fascículos siempre que comenzaba un pesado curso. Vi el título de un libro suyo que no había leído y pensé que era imposible no llevármelo. Lo compré.
    Por uno u otro motivo que no recuerdo, no lo leí de inmediato, sino que quedó allí en la librería entre demás libros baratos de colecciones parecidas. De vez en cuando miraba el título, pensaba: «tienes que leerlo», pero siempre se posponía.
    La casualidad hizo que mantuviera una conversación con un hombre sobre algunos aspectos de las tramas, la manera de narrar tan suya, asuntos diversos de los libros de Heinrich Böll que yo había leído y salió a colación el libro que me había comprado aquella vez, abandonado ya en la librería.
    Comenté que todavía no había empezado «Brillar a las nueve y media», que tenía muchas ganas, con aquel título, pero que lo tenía pendiente. "¿Te refieres a «Billar a las nueve y media»?", preguntó él. «¿Billar? No, «brillar»». «El título es «Billar a las nueve y media»», puntualizó.

    La verdad es que, ahora, visto así de lejos, no sé qué ocurrencia, qué imagen se pudo generar en mi cabeza, qué demonios esperaba yo de un libro cuyo título era «Brillar a las nueve y media». Brillar, brillan las estrellas, las luces. Y ya.

    Quizás los ojos de alguien al mirarnos. ¿Quién?
    Böll nunca me contó esa historia.

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